Recuerdo las muchas veces que, siendo aún niño, había soñado pasear por sus calles o dejar pasar el tiempo contemplando desde alguna terraza el atareado trajín de las innumerables almas que, con cada amanecer, se ponen en marcha en esta ciudad de perenne actividad. Me imaginaba a las puertas del santuario futbolístico enclavado en Les Corts, testigo mudo de los sentimientos y pasiones de miles de personas durante más de medio siglo, que hizo crecer en la mente de aquel niño la fascinación por una urbe a la que no le unía ningún vínculo personal o familiar Era tal mi pasión por la ciudad y sus habitantes -y mis pocas esperanzas de poder viajar para sentirla y conocerla- que, incluso, en mi ingenuidad infantil, llegué a prometer que no moriría antes de poner un pie en ella. Cuando la vi por primera vez, supe que esa promesa, y el mantenerme vivo para mirarla cara a cara, había valido la pena. Barcelona era mucho más de lo que nunca había imaginado. A medida que el autobús se acercaba a la ciudad, el Tibidabo se iba dibujando majestuoso en el horizonte haciéndome ver que mi sueño se había cumplido. Estaba allí, por fin. Y Barcelona se mostraba en todo su esplendor.
Alcé la mirada y, en las alturas, el navegante genovés que más de cinco siglos atrás fue el primero en indicarnos en camino hacia las soñadas Indias, me dio la bienvenida con un gesto de su dedo índice que, más que apuntar al Nuevo Mundo, parecía señalarme el corazón mismo de una ciudad que rezumaba vida por los cuatro costados. Una urbe que en mi particular viaje comenzó a desvelar sus secretos en las famosísimas Ramblas, donde cientos de personas de toda raza, procedencia y condición bullían aquella mañana de marzo. Pintores, mimos, músicos y vendedores de flores confundían en aquel maravilloso desconcierto -jalonado por una mezcla ininteligible de idiomas diferentes- con parejas de enamorados, turistas pegados a cámaras fotográficas, ajetreados empleados que corrían escaleras abajo para no perder el metro o simples transeuntes que vagaban sin rumbo fijo dejando que puese la propia ciudad la que les mostrara el camino que debían seguir.
Mi viaje fue efímero, y poco más recuerdo que una inmensa avenida a cuyo fondo se adivinaba el colosal estadio con el que tantas veces había soñado. Casi, sin percatarme, el Tibidabo, que horas antes me recibía con su imponente presencia, comenzaba a difuminarse. Pero esas pocas horas bastaron para dar forma a un hechizo que se hizo más fuerte meses después, en una inolvidable Navidad, en la que, esta vez sí, pude conocer algunos de los infinitos encantos de Barcelona. Partiendo de nuevo de las Ramblas me adentré en las callejuelas de ese barrio gótico que años después pude volver a evocar de la mano de Daniel, el joven protagonista de La Sombra del Viento. Calles estrechas, pequeñas, llenas de vida, en las que el tiempo parece transcurrir de forma diferente. En la plaza de la catedral, cientos de personas bailaban una multitudinaria sardana mientras, algo más abajo, un solitario músico se afanaba en poner a punto una moderna melodía con la que ganarse algunas monedas.
Mi viaje fue efímero, y poco más recuerdo que una inmensa avenida a cuyo fondo se adivinaba el colosal estadio con el que tantas veces había soñado.
Subir a las estilizadas cúpulas de la siempre viva y cambiante Sagrada Familia y contemplar desde las alturas la grandeza de la ciudad y la magnitud del templo surgido del genio de Antoni Gaudí, o deleitar los sentidos paseando por el laberinto de formas geométricas y jardines al que el propio arquitecto dio forma en la falda del Carmelo fueron otros de los regalos que Barcelona me hizo en aquella ocasión. Pero esa vez el sueño también acabó.
El Tibidabo volvió a despedirse y la ciudad se difuminó una vez más en el horizonte, dejando una huella indeleble en mi memoria.
Barcelona aún guarda muchos secretos que no renuncio a descubrir. Montjuic, la mágica montaña olímpica que, paradójicamente, fue décadas antes testigo del sufrimiento de muchos ciudadanos; la Pedrera, una muestra más del genio del modernismo catalán; el Liceo, que cual ave fénix renació de las cenizas del pavoroso incendio de 1994 para seguir mostrando al mundo el arte de los más grandes de la escena; Montserrat, desde donde una Virgen de tez oscura vela desde las alturas por todos los habitantes de esa tierra; el Port Olimpic, icono de la Barcelona contemporánea: el Palacio Real, el barrio del Raval, el sempiterno mercado de la Boquería…
Y por supuesto, la de Canaletas, lugar de encuentro ciudadano para celebrar esas victorias fraguadas en el césped del Camp Nou que los soñadores ojos de un niño convirtieron un día en épicas gestas. Dicen que quien bebe de esa fuente siempre vuelve a Barcelona.
Prometo regresar para probar su agua.