El olor a azahar despierta mis sentidos. Los párpados se despegan con suavidad. Un jilguero canta desde el alféizar de una ventana. Me levanto, abro la ventana y respiro el aire del pueblo. Amanece en Sedella, pueblo cobijado en una loma en la parte nororiental de la Axarquía, a los pies del Parque Natural de Sierra Tejeda y Almijara, con el pico de la Maroma a sus espaldas, como si de un gran guardián se tratara, y las ruinas del antiguo castillo en la loma de enfrente.
Me siento pequeña, diminuta ante la grandeza de esta tierra altiva que vio nacer al gran Fray Antonio, el sacerdote más famoso del último tercio del siglo XVIII, que en 40 años se convirtió en el gran apóstol de las tierras al sur de los Estados Unidos, perdurando aún hoy su fama de santidad. También es sedellano el bandolero Moreno Arce y el monfí de la villa, Andrés Xorairán, que empujó a Sedella a ser una de las primeras poblaciones que se unieron al grito del rebelde morisco, Martín Aguacil.
Suenan las campanas de la iglesia de San Andrés, ubicada en la parte alta del pueblo. Son las ocho, hora de desayunar y sumergirme en un pueblo que no reniega de su origen árabe.
La cal perdura dotando de sentido las calles de la antigua Villa del Castillo. Me adentro por la calle Cura Luque y recibo un hálito fresco que inunda el recorrido. Aquí las calles están ambientadas con flores cuyo aroma se funde con el olor de los guisos. Me percato de una fachada de rocas y peñascos, también hay una fuente de agua potable. El desnivel aumenta en la calle Viriato, hasta llegar a la calle Libertad. Tomo una calle muy estrecha y con pendiente que me lleva a una plaza donde se halla la ermita de la Virgen de la Esperanza,
Vuelvo por calle Daire hasta la calle Andalucía donde se encuentra la fuente del Chorrillo.
—¡Bebe, niña y verás como te salen pretendientes! -me dice un anciano que pasea al sol.
—Yo no necesito novio.
Me mira y se ríe, para contarme después que las mozas que ven incierto el matrimonio beben de la fuente para conseguir casarse. Antes de Facebook, claro.
Sigo el camino y me adentro en la iglesia de San Andrés; llama la atención las dimensiones del templo, desproporcionadas para un pueblo tan pequeño, y su torre cuadrada con tejado octogonal.
Al ver las tallas del siglo XVII y XVIII, incluso algunas obras de un joven imaginero local, así como una custodia del XVII, recuerdo el día en que entré por primera vez a una iglesia. De la mano de mi padre me introduje en el templo de puntillas para no hacer ruido con unos zapatos nuevos blancos y un vestido azul. Extasiada por la magnificiencia del monumento religioso, analicé cada imagen y cada rincón de habitáculo hasta que, borracha de incienso, tropecé y caí de bruces.
Salgo del templo y enfrente se deja ver la que fuera casa fortaleza del señor de Sedella, don Diego Fernández de Córdoba. Aunque hoy es de propiedad privada, la Casa Torreón conserva una torre de estilo mudéjar con decoración morisca, abierta con arcos geminados sobre bellas columnas renacentistas.
Vuelvo por callejuelas donde el tiempo parece no transcurrir, paso por casas cuidadas con esmero y buen gusto hasta llegar a la plaza que hay justo a la entrada del pueblo, donde la historia está escrita en las paredes. Un perro espera al lado del mosaico de Fray Antonio. Me huele, lame mis manos y lo saludo gustosamente, y me acompaña al lavadero público situado en la misma plaza. El ambiente es acogedor, adornado con helechos. Una mujer con el pelo negro muy rizado está escurriendo con paciencia la ropa que ha lavado.
Miro el reloj y es hora de partir. Me despido de la mujer y me encuentro de nuevo con el perro.
—Eres un gran perro. Espero volver a verte.
Él me responde moviendo el rabo. Me ajusto la mochila y marcho con rumbo incierto pensando si será posible encontrar en otro sitio la luz de Sedella.
Bajo la luz de Sedella
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