Comares, entre el cielo y la tierra

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Desde la vega donde yace la Axarquía en su encuentro con el mar, Comares es una montaña de cima encalada, como una nieve eterna. Todo se ha escrito para mí, a la manera de Walt Whitman, y, mirándolo desde la distancia, me atrae el significado oculto de las piedras que sobresalen en el horizonte, allá en la montaña.
En el trayecto contemplamos cómo conviven la vid, el olivo y el almendro -con algunas manchas de frutos tropicales-, en un paisaje semejante al del resto de la comarca, pero con una diferencia considerable: la rocosidad del terreno, cualidad que uno va apreciando con mayor claridad cuando deja atrás los municipios de  Bena­margosa y Cútar, y el en­torno se va transformando su­til­mente ante nuestros ojos hasta que nos topamos con dos promontorios sobre los que se levanta el casco urbano de Comares.

Al llegar a este pequeño pueblo mil preguntas se agol­pan en nuetra mente

Es difícil no asombrarse de la fi­sionomía del pueblo cuando des­de la carretera dirigimos la mirada hacia el cielo, y ahí es­­tá,  vigilado por el vuelo etéreo de un águila, el pe­queño pero singular pueblo de Co­mares y mil preguntas se agol­pan en nuetra mente. La historia nos da algunos datos, pero pocas respuestas, pues la rocosidad del terreno hace que las catas arque­o­lógicas sean prácticamente inútiles.
Comares ad­qui­rió una im­portancia fundamental durante los siglos de dominio musulmán, pero se supone que el origen se remonta al siglo VII A.C. cuando los griegos focenses llegaron a nuestras costas, aplicándole el nombre de Komaron a este territorio, que significa ‘tierra de Madroños’. No obstante, los mo­ros estuvieron más atinados, al denominarla con el término Hisn Comarix, cuyo significado es castillo en la altura.
Nos adentramos en el pueblo y llegamos directamente a la Plaza de la Constitución, desde donde el ojo del viajero no puede eludir aso­marse ycon­­­templar serenamente el gran valle de montañas que abrazan poéticamente la comarca. Es entonces cuando intuimos el papel preponderante que tuvo Comares hasta la llegada de los Reyes Católicos.
La vista al infinito axárquico relaja; la prisa se diluye desde el Balcón de la Axarquía y deseamos tener alas para poder planear sobre esta tierra de contrastes. La brisa penetra lentamente los poros de la piel, las nubes están por debajo de nuestra mirada, la Axarquía se encuentra a nuestros pies, el horizonte se dibuja a la perfección y  tenemos la sensación de que Comares parece lejano, pero en realidad vigila todos nuestros pasos desde su atalaya.
El interior es un tesoro en sí mismo; nos adentramos en un pueblo de cal con calles serpenteantes, escalonadas, pendientes empredradas y que encierran el enigma del pasado. En una de las lomas se asientan los restos de la fortaleza, donde La Tahona -la torre del castillo- vigila el cementerio y las leyendas. Desde allí, nos dirigimos a la calle Real donde nos sorprenden las casas construidas sobre piedras, en un equilibrio imposible. Cerca se encuentra la ca­lle del Perdón, lugar donde se bautizaron los últimos musulmanes que decidieron permanecer en Comares pagando el precio de su religión. Los arcos tam­bién se tropezarán en nuestro camino, como otro signo de las edificaciones moras, sin olvidar la mezcla del olor a azahar que aún perdura en las calles, los geranios y el azul del cielo axárquico que nos atraparán.
Subimos unas escalinatas para llegar donde se alza la loma más alta de la villa y nos encontramos con la bellísima iglesia de la Encarnación, de estilo mudéjar, con yesería ro­cocó en la capilla del Sa­grario, consideradas una de las mejor conservadas de la provincia.

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Desde un promontorio, nuestra vista reposa al fin en la me­seta de Maz­mú­llar, con sus restos de una ciudad de entre los siglos IX y X en el que el aljibe, con doce arcos de herradura y nueve compartimentos cerrados en bóvedas de cañón, fue declarado Monu­men­to His­tó­ri­co Ar­tístico, y a nosotros nos parece oír aún al mítico Omar ben Hafsun clamar consignas de resistencia frente a Córdoba desde esta Bobastro.
Comares es un lugar enigmático donde perderse y jugar de forma antojadiza con el tiempo, arropados por el carácter hospitalario y abierto de su gente, un DNI auténticamente comareño que ha atraído a miles de extranjeros a estas tierras para establecerse definitivamente.
Y es que Comares es un lugar para visitar, sí, pero también es un lugar que atrapa melancólicamente a quien quiere experimentar la poesía hecha pueblo.

Comares está si­tua­do en la cresta de un mon­te a 703 metros so­bre el nivel del mar, muy cerca del Parque Natural de los Montes de Má­la­ga. Comares limita al norte con Rio­gor­do, al norte, noreste y al este con Cútar, al sur con El Borge, al suroeste y oeste con Málaga y al noroeste con Colmenar. Su punto más alto es el cerro de Mazmú­llar (721 m.). El río de la Cueva y los arroyos Cútar, Fuen­te Delgada y Solano son los cauces que riegan el municipio y los cultivos, principalmente de olivos y almendros.

Historia

Los griegos focenses fun­daron Comares por el siglo VII a. de C., aunque ya desde el siglo VIII parece que fue una fortaleza mu­sulmana, bastión usado por el conocido Omar Ben Haf­sun en su guerra con­tra los omeyas cor­dobeses, y que mu­chos autores concluyen que debió de ser la mítica Bo­bas­tro. La reina Juana I de Castilla dio permiso a don Diego Fernández de Cór­do­ba, alcaide de los Don­celes, para cambiar la villa de Sede­lla por la de Coma­res, naciendo así el marquesado del mis­mo nombre.

Qué ver

Sin duda, Comares guarda un enorme tesoro paisajístico, pues desde casi cualquier punto del pueblo se pueden admirar unas preciosas vistas de la Axarquía. Dentro del pueblo, se pueden visitar los restos de su fortaleza (la Tahona) o la iglesia de la Encarnación, en excelente estado de conservación. Ya en las afueras, recomendamos una visita a la meseta de Mazmúllar.

Curiosidades

La rendición de Comares está representada en una tablilla en el coro de la catedral de Toledo. Algunos historiadores, como Joaquín Vallvé, sitúan la ciudad de Bobastro, que se levantó contra Córdoba, en Comares. Treinta campanadas suenan en el pueblo en recuerdo a las treinta familias moras que se convirtieron al cristianismo tras la conquista, acto recuperado por su alcalde, Manuel Robles.

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