Entre estampas polícromas de Colmenar

Foto: Luis J. Ramírez.
Panorámica de Colmenar
Foto: Luis J. Ramírez.
Panorámica de Colmenar

A Vicente Podadera
Cuando era pequeña solía pasear por un pueblo del que se me quedó grabado el olor a alpechín de sus calles, un municipio rodeado de montes con olivos y al­mendros resaltando su impronta, pero del que conocía poco más. Colmenar se fue forjando nebulosamente en mi alma: su frío, su acogedora gente, mis antepasados, el olor a chimenea y a pan, sus amaneceres, la abigarrada sinfonía de los pájaros, las noches estrelladas, sus postales, su calma…
El municipio de Colmenar está ubicado en la parte más occidental de la Axar­quía y, aún hoy, es de una importancia sustancial por encontrarse en un lugar estratégico en la encrucijada de Málaga, de la comarca de Antequera y, cómo no, de la capital de la Axarquía, Vélez-Málaga. Es más, durante mucho tiempo se convirtió en paso obligado de viajeros. Hoy en día, la mejor ruta para viajar hacia Colmenar es la carretera del Arco, donde po­dremos disfrutar de al­gunas de las mejores estampas que nos deja la Axarquía; pasaremos por el Pantano de la Viñuela y apreciaremos cómo va cambiando el paisaje, con los verdes dibujándose cada vez en tonos más intensos. Plantaciones de cereales en tierras más llanas emergen en el horizonte. La Maroma queda atrás, pero siempre vigilante y, a nuestro lado, aparece una mole rocosa que nos acompaña en el camino: la Sierra de Camarolos.
Colmenar debe su nombre a uno de los cor­tijos que tras la reconquista formó par­te del señorío de los Coalla; dicha al­quería era famosa por el gran número de col­menas que salpicaban sus tierras. Pe­ro mucho antes, lo que actualmente conforma el municipio, fue habitado durante el neolítico, como demuestran los restos hallados en la Cueva de las Pulseras.

«Des­cubrimos los primeros almendros en flor y, cuan­do uno

se acerca y los huele, añora la niñez, aquel sabor intenso y dulzón de la miel»

El pueblo se asienta en la periferia de una loma, imperada por la iglesia de la Asunción. En torno a ese edificio se constituyó el núcleo primitivo de la villa, por calles rectas trazadas al estilo cristiano hasta llegar a la plaza de España donde se en­cuentra el Ayun­­ta­miento, o la plaza de los Carros, don­de hace décadas paraban y repostaban los carruajes. Y al cruzar el pueblo nos topamos con el otro epicentro,  éste cul­tural y religioso: la ermita de la Vir­gen de la Candelaria, patrona de Col­menar, desde donde se divisa una bellísima panorámica del pueblo y el caminante puede detenerse en detalles: las calles de Colmenar rezuman aire limpio en un pueblo blanco policromado por las flores; en un portal, una abuela le enseña a su nieta a coser, algo extraño en el siglo XXI que sólo podría pasar aquí, en un pueblo que conserva su esencia; desde un lugar desconocido, el olor a morcilla llega a la iglesia y en una calle cercana un hombre hace queso y su hijo lo observa.
Salimos del casco urbano y tomamos la carretera de los montes bajo un cielo de un azul intenso. Conforme em­pren­de­mos el camino, nuestro olfato capta y sa­bo­rea el olor a hierba húmeda. Las pocas aceitunas que quedan en las ra­mas están negras. Des­cubrimos los primeros almendros en flor y, cuan­do uno se acerca y los huele, añora la niñez, aquel sabor intenso y dulzón de la miel que traía el abuelo. Los moradores del bosque se esconden porque aún no hemos aprendidos a disfrutar del paisaje en silencio, pero cuando empezamos a ser conscientes de ello, escuchamos gorriones, cernícalos, vemos las huellas de aquellos que habitan esta tierra: meloncillos, liebres, jabalíes…
Escalamos una loma de almendros, olivos, higueras y membrillos y divisamos desde su cima las Sierras Tejeda, Almijara y Alhama, con su imponente Maroma, y las montañas rocosas y bajo ellas mantos de cereales. Cuando cerramos los ojos y los abrimos respiraremos libertad y los animales nos espiarán. De pequeña era incapaz de verlos. Ahora siempre están. Aquí, en el paradisiaco deleite para los sentidos llamado Col­menar.

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