En la patria del níspero

Panorámica de Sayalonga.

Muerdo y siento una explosión de sabor agridulce en el paladar. El aroma del níspero me atrapa, su gusto ácido logra una reacción en mis papilas y advierto su peculiar y exquisita carne bajar suavemente por mi garganta. Es­toy en la patria del níspero: Sayalonga.
He dejado atrás los días ventosos y oscuros. Hoy tengo ante mí una imagen clara, cristalina, nítida, como cuando me puse las lentes de contacto por primera vez. Una amplia gama de colores penetra en mi retina.
Resuena en mi mente el Don’t Leave Home de Dido y la montaña se impone ante mí. El vergel de nísperos contrasta con una tierra que por épocas añora el agua. Bandadas de tordos me saludan mientras paseo.
Atrás queda el mar. Llego a la entrada de un pueblo que aparece orgullosamente teñido de cal. Calles estrechas, de casas bajas, cuidadas con esmero, donde los geranios cuelgan de los balcones pintando las paredes de colores. Recorro rincones de este pueblo donde diferentes civilizaciones dejaron su rastro.
En el libro de relatos Individuos SA, de Guillermo Busutil, uno de sus personajes se llama Sayalonga, y es un hombre “de pocas palabras, na­da dado a la os­ten­tación, a mos­­­­trar emociones o sen­timientos”, pero el auténtico Saya­lon­ga, el pueblo, es todo lo contrario, como voy advirtiendo a cada paso que doy por sus calles, que hacen aflorar emociones y sentimientos, y también una meliflua sensación de melancolía.
Llego a la radiante Plaza de la Constitución y me adentro en el Callejón de la Alcuza, que en algún tramo sólo cuenta con 55 cm. de anchura, con su forma de embudo que le da su nombre en árabe. Inmersa en esté callejón, siento el peso de nuestros ancestros en este ambiente místico.
Vuelvo a la plaza para conocer la Iglesia de Santa Catalina, contruida en el siglo XVI con torre octogonal sobre una mezquita, y probablemente en el mismo lugar donde se ubicó un templo romano. Cuánta gente habrá estado aquí, pisando la misma tierra que hoy piso. Me rodea el imponente estilo mudéjar de este templo y observo la  simple y elegante talla de la Virgen del Rosario, imagen de mirada profunda que se adentra en el alma de los viajeros. El sosiego y la calma llegan a mí. El tiempo se detiene.
—Hija mía, ¿qué te trae a la casa de Dios?
—La curiosidad, padre.
—No tienes cara de saberte ni el padrenuestro. ¿Seguro que es sólo la curiosidad? ¿Qué andas buscando, criatura?
—Busco a Dios… Nunca dejé de buscarlo.
—En tal caso, sigue buscándolo. Ya sabes: bienaventurado el que busca aunque muera creyendo que jamás encontro…
Salgo de la iglesia y me topo con la Ermita de San Cayetano. Parece ser que este templo estuvo dedicado al culto cristiano en tiempos de cohabitación con las religiones judía y musulmana; o quizás pudo estar dedicado a la advocación de algún otro santo, según me comenta un vecino.
Subo por callejuelas que contienen historias reconditas, leyendas, misterios… Diviso el cementerio redondo, ése que pudiese ser de origen masónico, entonces la quietud se convierte en realidad y el sol extiende un manto de luz sobre esta bendita tierra.
Me dirijo a la fuente del pueblo, en la que, según cuenta la leyenda, el Cid Cam­peador bebió agua en una de sus visitas por la zona, lo que no deja de reflejar la fama del Cid, que hasta muerto no sólo ganaba batallas, sino que hasta bebía agua en las fuentes de los pueblos.
Quiero enrolarme en este pueblo una y otra vez, hasta que mi memoria sea capaz de dibujarlo a la perfección mientras como nísperos en estas  tierras, contemplando cómo la nieve de la sierra se va derritiendo y quedarme dormida a la intemperie, observando las estrellas.

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