Abro los ojos y el azul del cielo se refleja en mi rostro. Mi tez empieza a adquirir tonos azules, dorados, verdosos… Mis oídos se detienen en el sonido que producen las olas al romper con las rocas. El mar me ampara. Y ha estado ahí desde siempre para ser disfrutado por los sentidos, para jugar con él como niños en días de verano: hacer castillos de arena, saltar, bucear, buscar otros mundos bajo el agua salada, pero también ha estado siempre para sen contemplado. Sin prisas, sin excusas.
Me encuentro en Torrox, en una pequeña cala junto al famoso faro de la vieja ciudad romana de Caviclum, donde aún queda una importante huella de lo que fue este territorio durante los siglos IV y V. Los restos encontrados son de una necrópolis con una villa que posee más de 30 habitaciones, donde se localizaron esculturas, monedas, urnas y mosaicos; además de dos hornos de cocción de cerámicas, termas y una fábrica de salazones; configurándose así una villa a mare fundada en el siglo I y que tuvo su desarrollo hasta la invasión árabe en el S. VIII como demuestran las monedas visigodas encontradas.
Los primeros hallazgos de las ruinas del Faro de Torrox no se conocieron hasta 1773, en un momento donde la población rondaba los 3.000 habitantes y vivía de la caña de azúcar, y se adjudica el hallazgo al torrero del faro, Tomás García Ruiz.
Aquí, en la Punta de Torrox las piedras, las rocas y hasta el Faro que me vigila hablan, pese al paso del tiempo y a las tropelías de los hombres, y es fácil imaginar cómo vivían nuestros ancestros en estas tierras donde la brisa marina posee un olor peculiar, difícil de borrar que penetra en los poros de la piel.
A un lado de la cala en la que me sitúo se alza el Faro, junto a la desembocadura del río. Un faro que, pese a sus reformas, una trata de imaginar cómo fue. Me dirijo hasta la explanada que hay justo delante del Faro. Busco el horizonte, pero él me encuentra antes a mí que yo a él. Y el mar -el Mare Nostrum- me lanza una sonrisa cómplice. Estoy en el paraíso y el mejor clima de Europa me arropa. Miro a mí alrededor y no dejan de pasar viandantes que, como yo, se sienten atraídos por el pasado y el presente de estas tierras.
Un niño señala el mar y le suplica a su abuelo bajar hasta la orilla, un perro se sienta a junto a mí y me mira pidiendo una caricia. A él también le gusta el olor a mar.
Canta Serrat que si hay que llorar, es mejor hacerlo frente al mar, y cuánta razón tiene. Torrox guarda las callejas de polvo y piedra; un pueblo blanco que sí ve el mar. Un pueblo de cal y mar. Y también un pueblo donde emergió la ciudad romana de Caviclum; una villa donde conviven la tradición y el progreso, el turismo y la belleza, algo que ha atraído a millares de turistas en los últimos años.
Es momento de marchar, pero no quiero irme sin antes andar como si hubiese perdido el reloj. Recorro el paseo marítimo y sueño con perderme en la serenidad del Mediterráneo. Camino sobre el muro que divide la playa del paseo, evitando las farolas, como cuando era pequeña y mi madre me regañaba. Salto hasta la playa y llego hasta la orilla para sentir en mis manos el tacto y el frío del agua salada en pleno invierno.
Un barco navega hacia el puerto de Caleta de Vélez y decenas de pájaros le siguen. El sol se va escondiendo.
Un barco navega hacia el puerto de Caleta de Vélez y decenas de pájaros le siguen. El sol se va escondiendo. Tonos rojizos se dibujan en el cielo. Me detengo y trato de capturar ese momento. Todo parece ideado por una divinidad inspirada en lo sublime.